Cuando yo iba al parvulario, recuerdo que la clase que más me gustaba era la de dibujo libre. Y creo que esas dos palabras resumían perfectamente lo que mi espíritu anhelaba en aquella época temprana de mi vida: crear y expresarme a través del dibujo, y hacerlo sin ninguna clase de restricción o condicionamiento. Fue por entonces, y en aquellas clases, cuando comencé a experimentar, por primera vez en mi vida, una de mis palabras preferidas: plenitud.
Con los años, y siguiendo en ese contexto académico, la asignatura de dibujo técnico pasó a ser mi favorita. Por alguna razón, se me despertó el amor por la regla, la escuadra, el cartabón y el compás. Y es que el dibujo técnico me permitía, por ejemplo, poder diseñar edificios y máquinas, habida cuenta de que la arquitectura y la ingeniería siempre habían despertado en mí una gran curiosidad.
Tiempo después, ingresé en una academia y cursé estudios de diseño industrial durante varios años, pero con el tiempo esa vocación se fue disipando en favor de otra que poco o nada tenía que ver con ella: el mundo de la alimentación, de la salud y del desarrollo personal.
Sin embargo, años más tarde (allá por 1993) se me despertaron nuevamente las ganas de dibujar, hasta el punto en que dediqué dos años enteros de mi vida a una producción artística de sólo diez láminas.
Y aquel fue el principio de una aventura fascinante que, a fecha de hoy, constituye uno de los ejes primordiales de mi vida.
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